La obra de María Fernández Armero tiene la fuerza de aquello
inimitable. ¿Quién se atrevería si no a presentar sus fotos en cajas de zapatos,
agarradas con pinzas o tintadas de cualquier manera?
Ella lo hace y funciona.
María hace una fotografía irreverente. Parte de un blanco y
negro clásico, suave de luces, rico en tonalidades y de ritmos atractivos. A
partir de ahí enloquece, le entra una fiebre de pasión por manipular esta
imagen y crear nuevas relaciones, dándole la vuelta si hace falta, como un
calcetín. Así le van saliendo series; series a partir de la primera imagen o
series que se acompañan de otras fotografías con los mismos personajes o temas.
Pone en marcha la coctelera o la exprimidora y empieza el tratamiento:
ampliaciones, revirados, entintados, pintados, rascados, recortados, anillados,
encajados, encolados, acartonados, enmarcados…, el resultado es un producto
inquietante y al mismo tiempo divertido. Transmite la furia de la creación
desbordada y la gozada que pasó mientras lo hacía.
María es excesiva y generosa.
Sus obras son un cóctel picante, un altar iconoclasta, un
bazar contemporáneo, un circo folclórico, una cartelera de espectáculos, una
cita a ciegas, un fondo de armario, una sorpresa continua donde se subvierten
unos temas cotidianos por los que fluye el humor a borbotones.
Y siempre son buenas sus obras. El pequeño formato o la
acumulación no tienen que ser una traba para descubrir en cada obra una calidad
extraordinaria.
María consigue crear imágenes poderosísimas.
Guerra a la vulgaridad.
Juan Elorduy